Si observáis el cielo con mirada de caminante, compañeras y compañeros del Serbal Silvestre, notaréis que el sol se está acostando por el horizonte equinoccial, allá donde el ángulo de acimut equipara el tiempo de las noches y los días.
Ya se oye el chirriar de los goznes. La puerta de octubre comienza su apertura y los amarillos, rojos, ocres y tonalidades irisadas de la fronda, sazonada con aromas que llenarán nuestras glándulas olfativas, esperan nuestro hollar sensible y respetuoso; nos invitan a traspasar el umbral, y una vez que hayamos engrasado las bisagras con nuestra ilusión, el silencio de la serenidad, o sea, los sonidos naturales del campo, nos ha de recibir.
El lugar es el Centro Soriano; la mesa es lo larga y suma de varias mesitas, como la suma de voces y propuestas. Se despliegan los papeles, algunos con dobleces papirofléxicas, tal si fueran palomas dispuestas a volar por las sendas que se plasman una vez extendidos los mapas.
El recipiente es el eco de las palabras; la batidora el conjunto de iniciativas. La fuerza centrífuga, en su afán por ser centrípeta unión de vocablos, deja que algunos de éstos salgan del perolo y ronden por la mesa junto a los lapiceros que trazan líneas o quiebran antiguos trazos.
San Millán de la Cogolla, San Salvador de Cantamuda, pico Cebollera, fin de semana en Butrón, la espada turgona, peña Carazo, ribera del Duero, alubiadas, patatas asadas, castros celtas, piedras de canto, montes de Oca, canto rodado entre canto y canto de versos, cava en el pico Mencilla junto a los hielos nevados de diciembre...
El organizador de los papeles nos auguró unos trípticos con todo detalle, así como un perfecto ajuste en el G P ESE y pedales nuevos en los GUALTITALKIS.
¡ADELANTE! Serbaleras y serbaleros; ¡Saquemos lustre a las botas!
Y... ¿Por qué no empezar por la Rioja?
Pues allí que nos fuimos.
Nos encomendamos a la foto de grupo, allá, a la vera de Ezcaray, donde la ermita y los huertos nos franqueaban una senda pedregosa y ascendente por la que nos adentramos en el alma del bosque.
Llegamos a Turza, donde las piedras de arenisca roja, y serranas por Demanda, se sostienen con el tiempo de aquellos habitantes que hoy, sus espíritus vagando, insuflan nuestra imaginación para que cada caminante recree lo que más le convenga a su deseo.
Ascendimos cargados con nuestras quimeras hasta arribar en Bonicaparra, refugio donde unos jóvenes se jugaban el tiempo a los naipes. Enfilamos por un camino, balcón desde el que avistamos las poblaciones que antes nos habían acogido; salvamos una corrala donde seleccionaban reses; y, mientras descendíamos a un vallejo, unos caballos, probablemente cuerdos-pensantes, nos llamaban pardillos- locos.
Llegamos a Pazuengos guiados por el aroma de los sarmientos al fuego: las chuletas no vimos ni catamos; pero sí, en la taberna, nos clavaron una horca en los monederos y, por los agujeros, se nos fueron los dineros a tropelón, y sonaron al caer como la triple rima... eros... eros... eros...
Fuimos generosos: para que no se les cayera la iglesia nos sentamos a comer por ambos lados, como en los toros, sol y sombra. Semejábamos arbotantes parlanchines entre bocado y vino, algunos sentados en la falsabraga que rodea los muros (Falsabraga: en las fortificaciones es el muro que va debajo del murallón principal).
Partimos llenos de brotes compartidos: pan, vino, café, infusión de ricas hierbas, buenos quesos, chocolates de cacao -no de los que se lían con papel de fumar-, chupitos de petaca, la mochila, los bastones y mucho ánimo.
Pronto nos adentramos en un hayedo tupido; y entre las hayas los acebales destacaban con su brillo natural: verde moteado por el color rojo, ya incipiente, de sus frutos. El descenso hacia San Millán de la Cogolla lo realizamos por una estrecha senda acunada por robles.
Pronto, como preparado a propósito, salimos a un gran claro, mirador natural hacia el fondo del valle, donde nos esperaba el gran monasterio de Yuso, y un poco más alto, recóndito en el bosque, suponíamos el templo de Suso
Asomado a tan amplia tribuna, viendo en la lejanía la sierra Cantabria y el pico Toloño custodiando el valle del Ebro riojano y alavés, más cercana la mirada hacia Berceo, la cuna de Gonzalo, e imaginando esas glosas, digamos apuntes aledaños a los textos en latín, comparando nuestro caminar con aquellas voces, vocablos que cruzaron las montañas en boca de los foramontanos provenientes de los pueblos norteños, astures, cántabros, vascos, navarros, aragoneses, cada cual con su glosa, los cartularios de Taranco, las anotaciones emilianenses, las glosas de Silos... No es de extrañar que nuestra ruta la denomináramos por la Rioja del Castellano, pues aquellos, otros caminantes, llevaron su voz y su paso para unirlo a otras culturas, a otras artes.
El nueve de octubre nos fuimos...
A los hayedos de Huidobro.
Comenzamos en el puerto de la M, precisamente, al ritmo de las manzanas, las mismas que Julio y Patri nos habían llevado.
Mirando hacia el valle nos fuimos adentrando por una senda zigzagueante con suave descenso. Las hayas comenzaban a surgir ante nuestra mirada, todavía frescas, sin el dorado de sus hojas, ese que invita a tomar la paleta de colores y los pinceles.
Allá donde comenzaba el ascenso nos sorprendió un tejo, a saber con cuantos años en sus ramas, que brotaba junto una roca, a la derecha, y cercano a una gruesa haya que cuatro serbaleras abrazaron con riesgo de caerse al río, alguna compañera, claro, no el grueso árbol que custodiaba la orilla. Una serbalera se acogió a otra haya, le dio un abrazo y se llevó toda la esencia espiritual de la misma.
Asomamos a la hoya de Huidobro, una especie de planicie, falso llano hacia las cumbres diríamos los ciclistas, donde se sitúan las almas del pueblo, pues de éste apenas se oía la respiración. Nos acercamos al románico de su derruida iglesia, donde cuatro gárgolas nos dieron la bienvenida, y nos entregamos a la vitualla.
La belleza del silencio sólo era rota por la jauría de perros que allá, en la lejanía boscosa, acosaba la mansedumbre de los jabalís. Unos disparos retumbaron por el eco y grité ¡Ojalá no haya víctimas!
De nuevo nos adentramos en el hayedo: ascendimos a la vez que recolectábamos hayucos para la curiosidad, la observación de los mismos, y con nuestra observancia a la mirada continuamos, ya por ladera despejada, hasta la cumbre donde las ventoleras roban las energías eólicas; mientras, nosotros llenábamos nuestros anhelos: disfrutar de hermosas panorámicas a la vez que Javier, otras y otros artistas de la fotografía, las atesoraban para nosotros.
Bajamos a Nocedo, donde las nueces dan nombre a la población; y las gallinas, los gatos y los perros nos acompañaron durante la comida, ese trasiego de fiambreras, bebidas, chocolates, risas y palabros.
¡Qué bien lo pasamos!
Salimos por las alturas, o sea, por el camino de la iglesia pero sin llegar a los cielos. Con dirección norte atravesamos la paramera poblada de robledal; ya, entre los ventanales del bosque, vislumbrábamos los acantilados rocosos de los ríos Ebro y Rudrón.
Tomamos una senda descendente, con visos de haber sido transitada en los viejos tiempos por acémilas, y bajamos hasta el ramal por el que ascendimos a la ermita dedicada a las santas Centola y Elena.
Desde este promontorio, visto desde los cursos fluviales como enaguas almidonadas bailando entre montañas, placimos del primor que Valdelateja nos ofrecía, allí, en el fondo surcado por las aguas.
Cuando arribamos a sus calles descubrimos que en el mesón despachaban cervezas reconstituyentes.
Los exploradores, esos altruistas compañeros que investigaron otras posibles rutas, llegaron un poco más tarde y fueron recibidos con júbilo.
Luis Carlos Blanco Izquierdo
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