Gracias, compañeras y compañeros del Serbal
Gracias por subirme en volandas a las peñas de Soncarazo y el fuerte de San Carlos, aunque, no hay duda, que los pasitos, las zancadas y el resuello que activaron tal inquietud eran míos. Actos llenos de emoción, porque, también es verdad, vuestras huellas me abrieron el camino hasta sentir realizada una de mis quimeras infantiles: ver, como ven las aves rapaces bajo su vuelo, Salas y Hacinas, poblaciones desde las que fijé, en la lejanía del tiempo, mis sueños hacia tal macizo, singular por su aspecto, quilla de barco invertida. Ya mis antecesores activaron la magia, esa turbación para crear fábulas, cuando afirmaban que la vaguada que hay entre la peña y el fuerte se debía a un mordisco de Hércules, gran dentellada al perfil serrano.
Iniciamos la ruta desde Carazo con doble intención: lograr las cotas altas, donde soberbios farallones rocosos nos esperaban, y tornar la vista, de vez en cuando durante el ascenso, hacia el valle, donde las lomas acunan la belleza del pueblo.
Una vereda, bordeada de sabinas y algún que otro nogal, nos depositó junto a la Ermita de Nuestra Señora del Sol. Por detrás se oía el optimismo que compañeras y compañeros imprimían, con sus cánticos y bailes, a los caminantes que abríamos la marcha.
El nacimiento del río Mataviejas, ahora hilillo de agua otoñal, brotaba sombreado por un resguardo pétreo, especie de atrio nativo.
A partir de aquí el camino se presentaba retorcido y abierto, con piedra suelta como base. El aroma de tomillo y espliego, las aulagas punzantes en nuestras pantorrillas y los tríbulos que se incrustaban en los calcetines nos mantuvieron despiertos; un solitario y pequeño acebo revivía mientras el viento, a la zaga, nos elevó hasta el abrigo, ya en la cumbrera, de un vasto sabinar. Agradecimos un corto descanso con buena vitualla.
Culebreamos entre fornidas sabinas por el rocoso firme hasta descubrir balconadas hacia todos los vientos. Al nordeste, este y sureste la Sierra de la Demanda nos observaba; adornando las faldas de ésta la comarca de Lara, y más cerca de nuestros ojos, en la misma dirección, la Sierra del Gayubar protege de vendavales a Contreras y traza el acantilado hacia el río Arlanza. Se descubren Salas, La Revilla, Haedo, Villanueva de Carazo y Hacinas. El oeste, en lo más cercano y profundo, nos ofrece el valle donde las espadas y las pistolas renovaron el cine, y más ensalzados que cualquier cinematógrafo están los encinares que ocultan Catroceniza y Ura, éstos, acurrucados en su desfiladero. Y hacia el sur, entre la oquedad que corta las peñas de Cervera, y muy lejano, se vislumbra el brillo de una superficie acuosa que supongo el río Riaza empantanado en Linares.
Nos cuidamos de no caer en alguna de las numerosas simas, puertas a las entrañas de los peñascos. Por un estrecho cañón, descendimos a la vaguada; ésta me decepcionó: no le quedaban huellas dentales de Hércules, sin embargo resultó placentero caminar por ella, sobre todo, antes de ascender a la roca del Fuerte de San Carlos. De éste quedaban algunos sillares en pie, la memoria en el ambiente y, más detalles, en los libros de historia.
Sentí la solidaridad de la compañía, el retorno en busca de los rezagados, la armonía del Serbal, el beso del viento.
Contreras abajo guió nuestro descenso. Desde arriba, los caminantes trazábamos zetas, y una compañera me dijo que parecíamos indígenas bajando de un Machu Pichu.
Bordeamos la roca hacia el oeste, y con el fulgor fascinante de sus crestas a nuestra mirada, encordamos con el camino hacia Santo Domingo de Silos. Vimos el homenaje a Sergio Leone y cruzamos la ruta del destierro Cidiano.
Y a la vuelta de un recodo ascendente, un compañero exclamó: ¡Albricias! Nota de júbilo del verbo albriciar, alumbramiento de una buena nueva...
Efectivamente: descubierto el otro lado de la curva, allí, muy bien armados de vino y bocatas, nos esperaban con el mantel puesto: éste era de color verde-hierba salpicado de rocas. El fotógrafo registró nuestro triunfo.
A la vista de Santo Domingo de Silos, eterna villa a la espera del río Mataviejas surgiendo de su desfiladero, resultó lo que sigue:
Dos compañeros a correr echaron,
mas no eran bomberos en pos de un fuego.
Con buen trote y mochila, ajustaron,
en lid sensible, practicar un juego.
Cada cual lo suyo; mas no cesaron
de bregar y su ardor se tornó ciego.
Ambos, casi tronchados, se miraron
sin osar decir: frena... ¡Que no llego!
Arribé a Silos con la satisfacción que produce un logro vital. Tomé hojas de parra virgen para evocar entre libros. Y mirando a la compañía, allí, en derredor del autobús, donde los sudores se comparten mientras las ropas cambian de lugar y las botas descansan, mi pensamiento dijo... ¡Gracias!
Luis Carlos Blanco Izquierdo
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