30 de octubre de 2011
Buen comienzo: un chupachús que Carolina nos regaló a cada caminante nos puso a tono dentro del autobús.
Después de una maravillosa vista panorámica de Oña, gentileza de Felipe, conductor del vehículo imparable hasta quedar bien aparcado, como queda un cánido a la sombra del estío, iniciamos la ruta por una senda domesticada; ésta se entrelaza con el desfiladero del río Oca y la vieja cama de los rieles férreos que antaño sirvieron de guía a las románticas locomotoras, chachachá, chachachá, resuello arrítmico que enamoraba a las almas soñadoras en aquellos asientos, rígidos y listados de madera.
Con tales enamoramientos comenzamos a subir por una senda arbolada con encina, roble, pino, boj y, sobre todo, o por lo menos lo que más nos atraía, madroños llenos de sabrosos frutos que, a cada paso, se deshacían con dulzor dentro de nuestras bocas.
La sorpresa nos llegó como caída del cielo, justo a los pies de una compañera: Una corcita, tal vez sorprendida por nuestra presencia, cayó en vertical desde unos riscos que bordeaban el camino. El tierno animal se asustó, probablemente estaba herido, y allí, entre nosotros, debatiéndose mientras brotaba nuestra pena por ella, logró incorporarse y huir entre la vegetación. Rogamos a la frondosidad que la cubriera, para que aquellos buitres, que volitaban poco después por los alrededores, no la miraran como nosotros miramos el plato lleno en la mesa.
El camino se mostraba ancho y pendiente unos tramos, frondoso y cerrado otros; y la nota, muy grata, la puso ese compañero ocasional y altruista que extendió su amistad con José Ramón hacia el resto de andarines. Fue un guía perfecto.
Una vez en la cima de los Altos Miradores pudimos recrear la contemplación por el desfiladero de La Horadada; éste abre paso al río Ebro, y en el umbral abraza las aguas del río Oca. Por las lomas, acunados entre cuchillos rocosos, perdura la vejez de los tejos cercanos a Tartalés de Cilla. Sobre las montañas otras montañas, y sobre estas, a lo lejos, se muestra La Montaña Palentina, atrayente. A la izquierda la cresta de Los Tablones, y tras ella, en pleno otoño ¿por qué no idealizar la primavera florida del valle de Caderechas?
Descendimos por pista ancha, y tanta anchura dio lugar a platicar sobre los amores platónicos en las aulas, el tocino que pensaba asar un capataz enérgico para mandar callar a sus operarios, las ruinas de cierta granja. Los riscos que surgían como verrugas cutáneas..., así hasta Villanueva de los Montes, pueblo tan silencioso que no se oía, siquiera, el sonido de las gubias tallando, sobre madera de boj, los utensilios habituales de cocina.
Después de la comida un corto ascenso, y cuando el trasiego estomacal de todos se nos asentaba, comenzamos el descenso, pedregoso en varios tramos, hasta divisar el castillo de Frías, y el valle de Tobalina otoñal y salpicado de pueblos.
La belleza de la ruta había llenado nuestro entusiasmo; la prueba de ello se reflejó con nuestro arribe a la pequeña ciudad de castillo caprichoso: serbaleras y serbaleros cantaron la danza a ritmo de jota.
Después de acicalarnos nos sentamos a la puerta de la taberna, y allí, acodados sobre largura de mesa, refrescamos nuestras calenturas de camino.
Luis Carlos Blanco Izquierdo
No hay comentarios:
Publicar un comentario